La televisión cubana acertó al trasmitir en el espacio De cierta manera, que dirige el crítico y escritor Luciano Castillo, La Rosa Blanca, momentos de la vida de José Martí, un filme maldito que permaneció en las neveras de las cinematecas durante mucho tiempo, por las encontradas pasiones que levantó desde que era tan solo un proyecto.
Contra la concepción de La Rosa Blanca… conspiró, por sobre todas las cosas, el golpe de estado de Batista del 10 de marzo de 1952, que birló a la sociedad cubana del momento y su documento emblemático, la Constitución del 40, también estaba el hecho de que fuera el flamante dictador el que mediante una ley de organización de actos y ediciones del centenario de José Martí, promovido por su gobierno de facto, encabezara el homenaje oficial al hombre probo y más justo de la historia de Cuba.
Gravitaron fuertemente en la polémica, criterios nacionalistas, que si la cinta sería rodada totalmente en México, y con actores y técnicos de ese hermano país, las preocupaciones se trasladaron también al guión en una época de radionovelas y telenovelas, guarachas y rumbas, hombres machos y buenas hembras, boleros, amor y desamor y la probada pericia del cine azteca.
El director escogido fue Emilio El Indio Fernández, la más alta figura de la llamada Edad de Oro del cine mexicano, conocido por clásicos como Enamorada, Salón México, María Candelaria y Pueblerina.
Como operador estaba Gabriel Figueroa, junto a Alex Phillips los dos fotógrafos más importantes de esa misma etapa cinematográfica que brilló por la poesía, belleza y elocuente sencillez de sus obras.
El guión estuvo a cargo de Mauricio Magdaleno en su etapa cumbre tras el éxito de sus scrips en las más famosas piezas del duetto Fernández-Figueroa, por último y sin aparecer en los créditos contaban con la ayuda del escritor Iñigo Martino, el libretista de Enamorada y El supersabio, esta última protagonizada por Mario Moreno (Cantinflas).
Según el estudioso cubano Lázaro Díaz Fariñas “Magdaleno llegaba con la aureola de martiano, pues en 1940 había publicado una biografía de José Martí ―Fulgor de Martí― que, en opinión de Pedro Pérez Rivero, había sido realizada a través de muy disímiles fuentes, pero muy influenciada por la obra de (Jorge) Mañach, y, a juzgar por los resultados expuestos en la película, se siente la fuerte presencia de Martí el Apóstol.”
El guión fue objetado por figuras de autoridad como Gonzalo de Quesada y Miranda, hijo del albacea del Apóstol, aprehensivo de que se produjera un tratamiento esencialmente como “macho” al autor de Los versos sencillos, también pusieron reparos de todo tipo veteranos y personas que conocieron a José Martí, como Gerardo Castellanos, el general Enrique Loynaz del Castillo y Ernesto Mercado, hijo de Manuel Mercado, quien residía y trabajaba en la Fragua Martiana.
Así y todo el proyecto siguió navegando sobre ese mar encrespado y para añadirle fuerza a la furia de los elementos, el crucial rol de Martí lo asumió el astro mexicano Roberto Cañedo, un galán de más de seis pies de alto, muy por encima de la estatura del Apóstol, quien era además, atlético y mofletudo a pesar del maquillaje y de sus habilidades como actor.
En la trifulca por la repartición mexicano-cubana del reparto, los isleños lograron incluir para los importantes papeles de Leonor Pérez (madre de Martí) a Lucía Iñiguez, con experiencia en el cine y el teatro mexicanos, Gina Cabrera (Carmen Zayas Bazán), Raquel Revuelta (Carmen Miyares), el galán español radicado en Cuba Santiago Ríos, el juvenil Jorge Marx, Juan José Martínez Casado y Agustín Campos, entre otros.
Emilio El Indio Fernández y el resto del equipo mexicano, respetuosos de la historia de Cuba, ya que ellos mismos habían sufrido las tropelías de Hollywood con respecto a los temas mexicanos en Viva Villa, El Tesoro de la Sierra Madre y Viva Zapata, titularon la cinta La Rosa Blanca, momentos en la vida de José Martí, con lo que reducían el alcance de sus propósitos a reflejar pasajes de la gesta del Apóstol.
El papel de la familia, la fragua que significó para la forja de su poderoso espíritu el período de trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, las consecuencias de esas rudezas para la salud del patriota, la primera deportación a España, la fugaz ilusión de la república española, la partida a México y el encuentro con la familia y Manuel Mercado, jalonan a buen ritmo la primera parte de la historia.
La cinta no desmaya, el guión funciona y logra acopiar lo más granado de la personalidad del luchador: la obsesión por Cuba, el discurso bello y aunador de voluntades, la presencia brillante, el fulgor del apóstol en situaciones límite, la incapacidad de odiar, la capacidad de amar e inmolarse en el cumplimiento de la propia palabra.
El mexicano Roberto Cañedo realiza una meritoria labor actoral y logra trasmitirnos, pese a las diferencias físicas con el biografiado, la convicción del profeta mediante una mirada severa y ardiente, el cuerpo que avanza, el puño que se cierra. La muerte final del Héroe en Dos Ríos barrido por el fuego español nos recuerda cómo debió sentirse Cuba con aquella pérdida casi 60 años atrás.
La fotografía de Gabriel Figueroa volvió a darnos otra muestra de eficaces encuadres, dotados del innato don para la belleza del operador de Enamorada y Río Escondido, el equipo mexicano de actores y técnicos resplandeció por la profesionalidad, el respeto y el amor a Cuba y los cubanos un pueblo tan diferente a ellos pero que los complementa.
José Soler brilló en su general García Granados, las cubanas Dalia Iñiguez, Gina Cabrera y Raquel Revuelta se desenvolvieron convincentemente en los roles de Leonor Pérez, Carmen Zayas Bazán y Carmen Miyares, labor difícil por el vasto conocimiento y las diversas interpretaciones que poseían sus destinatarios, el público cubano, sobre esas “sus” personalidades históricas.
La “maldición” de ese filme solo puede atribuírsele a los factores que gravitaron en el momento de su creación, a saber: golpe de estado de Batista, la esperada politiquería del gobernante de facto en torno a la figura martiana en su centenario, la inversión de 300 mil pesos (una cantidad exorbitante para la época) en la era de la consigna popular de “vergüenza contra dinero”, inspirada en la ética y la prédica de José Martí.
Me place que en el ángulo propio y de mis allegados, hayamos contado con la suficiente serenidad y alejamiento en el tiempo como para reivindicar y exorcizar esa obra de los demonios en una pelea cubana más, como anticipara Fernando Ortiz.
Por Jorge Smith