Tomado de Granma
En algún lugar Lezama dijo que la capacidad histórica de un país no se debe a su extensión sino a su intensidad. Aludía, desde luego, a Cuba, y es una idea en la que tenemos que detenernos porque está brillando con vehemencia en los ojos de Varela, Luz, Céspedes, Martí.
¿Qué significa esa intensidad con que miran y nos miran? Algo precioso están viendo, o queriendo ver, a través del discurso filosófico, pedagógico, político, poético. Ese algo precioso es aquello por lo que clamaban los indígenas fantasmas que Plácido oyó entre los arremolinados y mudos jirones de neblina del Pan de Matanzas: «¡Cuba…! ¡Cuba!». No es ciertamente un mito ni, en principio, una utopía, aunque ambas cosas pueden construirse con sus destellos. Es exactamente eso, una concentración de destellos que lleva a Varela a pensar solitario, con el puño en la barbilla, rumoreado por La Habana circundante: «La idea más exacta es la que no se puede definir». Intensísimo rayo que cruza sus ojos, no metafísico, solar.
Es exactamente eso que lleva a Luz a descubrir, «como un relámpago», dice él, no las operaciones mentales que tan bien estudiara y conocía, sino la «aparición», dice él, de lo que sin disculpas llamara para nosotros, «la razón caliente». No solo la razón que lo llevó a poner el estudio de la física antes que el de la lógica, lección de la que todavía tenemos que sacar las mejores consecuencias, sino también la que exclama: «¡Bien aventurada oscuridad, que alumbra nuestro entendimiento y templa nuestro corazón!». Quien recorría el mundo buscando luces y adquiriendo aparatos para su laboratorio de física experimental, no elogiaba el oscurantismo, sino la oscuridad, la intensidad donde estaban los destellos. ¿Y qué decir de los ruiseñores que Céspedes en su Diario testimonia como ariscos y hechiceros? Ellos eran su intensidad cubana, la de su saludo, caballeroso, en San Lorenzo, a las negras esclavas, que por él ya no lo eran. Pero nuestra intensidad un día se hizo hombre y se llamó José Martí.
La física antes que la lógica significa, más allá de una cuestión de método, incluyéndola, que la fuente de nuestros argumentos, no solo de nuestros conocimientos, está en la naturaleza. ¿Qué significa esa aspiración a pensar como la naturaleza? No hay maestra mejor, repetía el padrecito rodeado hasta el techo de cajas de azúcar, tasajos, cueros y esclavos, pero la luz que brillaba en sus ojos, ¿no era la luz del espíritu? ¿Y quién dijo que el espíritu en el hombre es otra cosa que la concentración, alquimia si se quiere, de la naturaleza? Empezaba el diálogo arrobador entre el cubano y su paisaje, que fue encantamiento revolucionario de Heredia, lo que no entienden los que pesquisan en parte de su poesía, en su teatro afrancesado y en su concepción misma de la historia, el peso muerto de sus ideas neoclásicas y conservadoras, que nada puede, que nada pudo ya en la recepción martiana, frente a la intensidad que descubrió, que lo descubrió, que casi diríamos que lo utilizó inflamándolo hasta la ceniza de la mujer, de la palma, de torrente, del océano. Si dejáramos de pensar literariamente, entenderíamos mejor la literatura. Si Heredia fue como después Zenea, «el laúd del desterrado», ello se debió a que en él se encendiera la ardiente y dulcísima chispa, la lógica del paisaje, el argumento de la tierra. La tierra desterrada es ya una dialéctica histórica, primitiva si se quiere, pero fundadora, y contra sus gritos soterrados, contra sus tardes inmensas, contra los desgarrados encantamientos de sus clamores de patria, justicia y libertad, nada pudieron las circunspecciones del magistrado Heredia, padre e hijo, y nada pudo para nuestra futuridad, la angustiada ceniza, que fue braza, de su exilio. Heredia solo, en la facticidad de su transcurso, no es Heredia. El Heredia real y operante de nuestra naturaleza histórica es Heredia abrazando sin saberlo a Martí, abrazado por Martí. Lo demás son pesquisas académicas, bibliografía al pie. Con ese abrazo empieza la lógica de nuestra physis, el argumentar de nuestra naturaleza, el argumento de nuestra historia.
Historia poética, si las hay, ya lo hemos dicho muchas veces, sin estar seguros de que esto se entienda como ahora queremos precisarlo, como physis de nuestra lógica, naturaleza de nuestra historia, intensidad cuyos incandescentes puntos discontinuos fueron creando una tradición tan rápida como el relámpago que ilumina toda la casa. Después del relámpago, de triple raíz criolla, cristiana e iluminista y penacho romántico, tenía que venir el tronar de la guerra, de las guerras. Pero cuando la más importante de ellas va a empezar, José Martí levanta una balanza en cuyos dos platillos dos palabras –revolución y reflexión– extrañamente se equivalen, como si el «Himno del desterrado» y «En el Teocalli de Cholula» se hubieran alquímicamente reducido a esas dos palabras. Sin el fuego físico-espiritual no hay destilación de «espíritus», dijo la alquimia. El aforístico Diario de Luz está hecho de destilaciones más necesarias para nosotros que los pensamientos de Pascal, aunque por estos debamos pagar gustosos el más alto precio en la alta noche. Luz concentra la suya en las «apariciones» de la «razón caliente». Martí dirá, hiperbolizando, que «si Europa es el cerebro, América es el corazón». El corazón es «la razón caliente», donde no hay que ver solo la temperatura sino también la lógica, la otra ala del calor. Las dos batiendo juntas echan a volar un ave insólita. La revolución de la reflexión, lo que nos hace entrever, más allá del contexto anecdótico, incluyéndolo, la posibilidad de una revolución –pues ya sabemos que es solo una en sus diversos «períodos de guerra»– que llegue a ser un estado nacional pensante. Estado operativamente jurídico, pero sobre todo, es lo esencial, protoplasmáticamente histórico, según lo inspiró Martí en Orígenes a través de Lezama cuando dijo para estos días que hoy vivimos y ojalá para siempre. «Quizá somáticamente cada generación rompe con la anterior, pero desde el punto de vista del germa, del protoplasma histórico, cada generación son todas las generaciones, las dadas, las que se disfrutan, y las que se desconocen y nos interrogan despiadadamente». También nos decía que la única generación a que debíamos aspirar a pertenecer era la generación de José Martí, entendiendo por tal, desde luego, la de la creación histórica, y pienso ahora, también, la de ese entrevisto estado martiano de la revolución de la reflexión.
En esta radiante fórmula veo además, hoy, dos aspectos, el de una revolución que no meramente se institucionaliza, sino que llega a equivaler a su propia reflexión cambiante y creadora con el desafío de los tiempos, y el de una revolución que no es algo sucedido a, sino constitutivo de. Los dos aspectos tienden a fundirse allí donde empezamos, a distinguir las revoluciones metropolitanas de las que ocurren en países de origen colonial. Hacer este paralelo excede mis conocimientos historiográficos, pero a simple vista se nota que los enciclopedistas y sus terribles ejecutores no se proponían crear a Francia, se proponían, sencillamente, modernizarla, mientras nuestros libertadores estaban literalmente obligados a crear naciones en un continente sin rostro político. La diferencia es tan enorme que tiene que generar inesperadas consecuencias, al menos allí donde el proceso de liberación, aunque por modo discontinuo y subiendo a tropezones el calvario de la historia, no se ha detenido, es decir, en Cuba.
De la supuesta revolución norteamericana no vale hablar en este caso, porque su contenido de justicia social fue tan discreto que dejó en pie a millones de esclavos, y cuando este problema se planteó como cuestión nacional, ya la nación estaba configurada. Fue, pues, algo que le sucedió a, no constitutivo de, al extremo de que hasta hoy parece que la guerra racial en ese país, sordamente extendida a los estratos «hispanos» que ya también lo constituyen, no termina nunca. Entre nosotros, por el contrario, al enlazarse la liberación política con la liberación social, surgió como una «aparición» de la «razón caliente», de la lógica de nuestra naturaleza espiritual –abastecida o provocada también por razones económicas–, el proyecto de la nación cubana. La nación surgió de, en y por la revolución. ¿Será posible, entonces, extraerle la revolución a la nación sin que esta se desvanezca? Esta pregunta empezó a brillar en los ojos más videntes del llamado Grupo Minorista.