Tomado de Granma
En pocos meses del año 1923, el mismo en que irrumpe la primera generación histórica de la seudorrepública, el mismo de la Protesta de los Trece y del Primer Congreso Nacional de Estudiantes presidido por Mella, la febril poesía de Rubén Martínez Villena pasa, como de un polo eléctrico a otro, hasta la incandescencia, de la intensidad negativa casaliana a la positiva martiana de
«la inercia del alma/ que no siente ni espera ni rememora nada», y de los «motivos de la angustia indefinida» a la «fuerza/ concentrada, colérica, expectante» que desde el fondo de su organismo exige «crecer, crecer hasta lo inmensurable», y al fin se clava vibrante en un punto histórico concreto esa «carga para matar bribones,/para acabar la obra de las revoluciones» que centellea en su Mensaje lírico civil. Es un ejemplo fulgurante y profundo de los giros aciclonados de la intensidad cubana. Y no en vano llamamos a aquella muchachada antimachadista y antimperialista que encabezaran Julio Antonio, Rubén, Pablo y finalmente Guiteras, una generación histórica fue ella a su vez imantada por Martí, la que enseñó a Lezama que «lo que en una generación interesa no es su perfil consumado o su escándalo momentáneo, sino en qué forma potenció su protoplasma o acreció su levadura», norma igualmente válida para la expresión como para la acción, las que entre nosotros, desde Varela y Heredia vienen pisándose los talones como la sombra al cuerpo, y viceversa. Porque lo que intuyeron aquellos jóvenes fue que «la obra de las revoluciones», que para nosotros Martí configuró como una revolución, tiende a convertirse en la hechura misma de la patria, no algo que puede sucederle o no, sino aquello que realmente la constituye. No se lanzaron, pues, como iconoclastas políticos, a destruir, sino a rescatar y a «acabar» aquella obra, que sin embargo hoy presentimos inacabable precisamente por consustancial. Y cuando decimos esto no olvidamos a sombras históricas importantes como José Antonio Saco, que con haber denunciado los vicios coloniales, haber escrito la historia de la esclavitud y haber sido antianexionista fue lo más revolucionario que podía ser, o como Rafael Montoro, capaz de trasmutar sus ideas reaccionarias en melodías oratorias fascinantes para oídos mambises como los de Manuel Sanguily y Manuel de la Cruz.
Uno de los trabajos que tenemos que hacer en favor de la patria es el de reconocer el entrecruzamiento de la acción y la expresión en nuestra historia, sin esos rencorosos distingos que nos vinieron, paradójicamente, de la tesis europea del intelectual «comprometido». Comprometido o no, en lo explícito, con la realidad social y la acción política, todo creador nuestro lo ha sido siempre de la historia de su pueblo, y como delegado suyo en el mundo de los símbolos. El hombre de las metáforas es quizás, incluso, el más histórico y político de los hombres, porque sus significaciones, al hundirse en lo inagotable, protegen esa oscura continuidad irreductible a los esquemas, que es lo caedizo de la historia. El hombre de las metáforas, al entrar en lo naciente, solo dice palabras perdurables, palabras seminales que todos los días amanecen como pájaros que lo fueran a la vez de la naturaleza y de la historia. El hombre de las metáforas es siempre el amigo del héroe de la acción, a él se debe en su noche silenciosa, y a veces lo equivale. Si tuvimos de pronto, en el más intenso de los cubanos, a un protagonista de la expresión de la historia, no dudemos que a esa fusión tienden los ríos invisibles de la patria. Sin los poetas, los artistas, los pensadores, que son lo más pueblo del pueblo, y no otra cosa, no habría patria que defender. El pueblo mismo es un poeta, un artista, un pensador que está incesantemente creándose y pensándose a sí mismo.
No propongo una hipóstasis del pueblo, aunque de todas las hipóstasis posibles tal vez sería la mejor, sino sencillamente una vivencia. La poesía de Luisa Pérez la he visto en muchos rostros de cubanas. Los lentes de Zenea fueron recogidos del polvo ensangrentado, no de las manos de ningún cónsul, por un joven que vi en una ráfaga, al pasar. Tristán de Jesús Medina está sentado, solitario, en un parque de Bayamo. Todos saben, sabemos, lo que hay que defender. Y que no es, por cierto, lo que llamara doña Tula un «ídolo», sino la intensidad que nos sustenta.
¿Será por la delgadez y apretura de la isla entre dos masas continentales, la una amenazante hasta con el grotesco índice fálico de la Florida, la otra dominada, ensimismada en la extensión de su tragedia? ¿Será por su surgimiento, dicen, no derivada de aquellas cantidades, sino nacida sola del fondo de las aguas? ¿Será por la costumbre insular de resistir y esplender a solas? Soledad nunca egoísta, nunca splendid isolation por cierto, soledad abierta a todos los vientos del mundo, o como le dijeron unos indios a Colón, que «era tierra infinita de que nadie había visto el cabo, aunque era isla». ¿Una isla infinita, desafío a la razón, o hecha de infinito, de deseo de infinito, como la poesía? «La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos», dirá Lezama, quien ya había convertido un verso prehistórico: «Dorada Isla de Cuba o Fernandina», en un verso universal; «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo». Apretura,
concentración, y a la vez, destellantes remolinos, soberanía de la luz, apertura con cierta inocente majestad inocultable. Una vez lo oímos en la Plaza de la Revolución, ante Martí. «¡Cuba! Al fin te verás libre y pura / como el aire de luz que respiras…». En ese momento estamos tomando nuevamente conciencia, más que nunca antes, de pertenecer a esa «marcha unida» de las generaciones de la expresión y de la acción que llevó a Lezama a decir en enero de 1959: «Albricias, aquí revolución es creación». ¿Dejará de serlo por eso que un descreído, al despedirse, llamó «la erosión de la historia? Si la historia para nosotros fuera únicamente el tiempo sucesivo, ese fatum sería incontrastable. Pero creemos en otra historia, la protoplasmática, la inspiradora, la creadora, la de «la infinita posibilidad» que surgió precisamente de nuestro sucesivo «imposible» histórico, y que viene saltando como Euforión, joven eterno, de roca en roca hasta nosotros. A los desvaríos, desafíos y miserias de lo sucesivo hacemos frente con la martiana «virtud modesta y extraordinaria, que vive en el mérito y las entrañas de la oscuridad», con la martiana «genial moderación», con la revolución de la reflexión que ha de convertirse en un estado nacional pensante.