Discurso de la intensidad (parte III y final)

Tomado de Granma

Para llegar a ello, y creo que en ese camino estamos, debemos poner lo sucesivo generacional, sin que pierda su específico sabor imprevisible, su irradiación de iniciativas propias, al servicio de lo histórico fundacional, y no permitir que el hilo, la melodía, ese no sé qué hemos alcanzado por ventura en medio de tantas desventuras, sea roto por las malacrianzas de una modernidad fabricada a nuestra costa y contra las leyes de nuestro corazón.

Esas leyes existen, son las leyes de lo que venimos llamando nuestra intensidad que, bien pensada, no es otra cosa que la concentración de un sentido. Si nos apretamos a él, no habrá tentaciones que puedan con nosotros. Es más, seremos capaces de trocar las tentaciones en armas contra ellas, en armas ­inesperadas de la resistencia y la libertad. El secreto es uno: jamás perder de vista la justicia y el amor entre los hombres. Con esa brújula no perderemos nunca el rumbo. No perderemos nunca el sentido, que es lo que está destellando en los ojos cubanos desde Varela, Heredia, Luz, Martí, que es lo que resucitó de nuevo en la segunda generación histórica de la seudorrepública, la Generación del Centenario. Que era lo que, por el lado de la expresión, imantaba a los jóvenes de Orígenes: el sentido de la patria, la patria como sentido de la historia universal, la universalidad de la patria, y, para llegar a ello, lo fiel intenso, lo intenso extensionable, la chispa que dura en el poema, lo que solo encarna en un nacimiento. Si no sé cómo decirlo es porque formo parte del discurso que lo dice, del discurso que nos constituye, del discurso de la Revolución que ya es la reflexión de su propia identidad, de su propio ser nacional y su propio suceder, el discurso de su propio sentido, de su propia intensidad.
Refiriéndose a los títulos de aquellos cuadernos casi clandestinos de su generación, preguntaba Lezama en 1956: «¿No eran todos nombres dinámicos como verbo, clavileño, espuela de plata, la fuerza indivisa de los orígenes, los que parecen arremolinarla?». Cincuenta años después de fundada la mayor de aquellas revistas, no nos sorprende que los jóvenes sigan sintiendo la temperatura de sus páginas, porque allí se reunieron ondas de energía que venían tan lejos y tan hondo que no pueden perder su vigencia cuando de salvar esas ondas precisamente se trata.
Lo que está en peligro, lo sabemos, es la nación misma. La nación ya es inseparable de la Revolución que desde el 10 de octubre de 1868 la constituye, y no tiene otra alternativa: o es independiente o deja de ser en absoluto. Si la Revolución fuera derrotada caeríamos en el vacío histórico que el enemigo nos desea y nos prepara, que hasta lo más elemental del pueblo olfatea como abismo. A la derrota puede llegarse, lo sabemos por la interrelación del bloqueo, el desgaste interno, y las tentaciones impuestas por la nueva situación hegemónica del mundo Esa posibilidad es nuestro imposible. En el Zanjón, en el 98, a la caída de Machado, nuestro imposible era la liberación. Ahora nuestro imposible es la no liberación. No pudimos aceptar el Zanjón ni la intervención norteamericana ni la frustración del 30. Se dirá factográficamente que sí, pero en realidad no pudimos aceptarlo. La Revolución fue acumulando esas no aceptaciones que la fortalecieron y profundizaron hasta identificarla con el país, con el pueblo, con la historia y con la geografía misma. Estamos hechos de no aceptación, de desobediencia soberana. Si luchamos contra todos los imposibles, cómo rendirnos ahora que todo lo hemos hecho posible. De nosotros depende sin duda. Al fatalismo de la derrota no podemos oponer la predestinación de la victoria. Sería demasiado cómodo, demasiado irreal, demasiado peligroso. Pero si podemos oponer la fe en la victoria. La fe, que es «la sustancia de lo que esperamos», si bien la historia, no lo olvidamos, no es el reino de los valores absolutos. En ella se juegan o pelean, sin embargo, los valores absolutos hasta donde el hombre los puede divisar. Y si la fe en la victoria no nos abandona, es porque en ella va la lección y la vida de los mejores de nosotros. La fidelidad a ellos es la única garantía de nuestra fe en la victoria. Si no somos dignos de ellos, no mereceremos ninguna victoria, ni sobrevivir siquiera. Y lo que ellos nos dicen es lo mismo que han dicho siempre los espirituales más esclarecidos, que sin obras no vale fe, que obras son amores y no buenas razones.
A la obra, pues. Estamos en el momento más difícil de nuestra historia, cuando hasta los caminos de salvación se revelan llenos de peligros, cuando la lucidez le disputa al coraje la primera línea de defensa. Lucidez y coraje tienen que unirse con aquella imaginación que Martí llamara «hermana del corazón». Una imaginación aliada de la ciencia y de la técnica, de la agricultura y de la industria, de la defensa militar y la política, al servicio de la justicia y la fraternidad entre los hombres, no del éxito egoísta, no del consumismo devastador, no del lucro. Tampoco de la irrealidad de una tecnología que pretende ­desustanciar al hombre. Nunca mayores fuerzas se emplearon tan mal. Obligada a batirse con la insensatez del mundo a que fatalmente pertenece, amenazadas siempre por las secuelas de oscuras lacras seculares, implacablemente hostilizada por la nación más poderosa del planeta, víctima también de torpezas importadas o autóctonas que nunca en la historia se cometen impunemente, nuestra pequeña isla se aprieta y se dilata, sístole y diástole, como un destello de esperanza para sí y para todos. Destello, concentración, intensidad. El bajo del son, el colibrí, la flor de la mariposa, La Sacra, Palo Seco, las Guásimas. Vamos a cambiar la vida, trabajando y bailando. Vamos a confiar en nosotros mismos. Vamos a seguir a José Martí, que en la deslumbrada apretazón, como de hojazas, cocuyos, espinas y estrellas, de su Diario de campaña, por dondequiera que lo abramos, nos relata la fábula real de nuestro perenne nacimiento. Allí, texto sagrado, leemos:
«Zefi dice que por ahí trajo él a Martínez Campos, cuando vino a su primera conferencia con Maceo. El hombre salió colorado como un tomate, y tan furioso que tiró el sombrero al suelo, y me fue a esperar a media legua. Andamos cerca de Baraguá. Del camino salimos a la sabana de Pinalito, que cae, corta, al arroyo de las Piedras, y tras él, a la loma de la Risueña, de suelo rojo y pedregal, combada como un huevo, y al fondo graciosas cabezas de monte de extraños contornos: un bosquecillo, una altura que es como una silla de montar, una escalera de lomas. Damos de lleno en la sabana de Vio, concha verde, con el monte en torno, y palmera en él, y en lo abierto un cayo u otro como florones, o un espino solo, que da buena leña: las sendas negras van por la yerba verde, matizada de flor morada y blanca. A la derecha, por lo alto de la sierra espesa, la cresta de pino. Lluvia recia. Adelante va la vanguardia, uno con la yagua a la cabeza, otro con una caña por el arzón, o la yagua en descanso, o la escopeta. El alambre del telégrafo se revuelca en la tierra».
Palabras operantes, encarnadas, que saltan del lenguaje a la naturaleza y a la historia en el punto en que destellan juntas. Qué nombre, Zefi, en su pluma sobre el tablón de palma, como relumbre de la intemperie, a la vez huraño y amparador. Qué palabras de arroyo de guijarro, de risa, de gentiles e invitantes formaciones, de verbo natural histórico, puntuación poética de camino, música enjuta de qué paisaje cerrado, abierto, vehemente, topografía girando, fiera y piadosa, nunca vista antes, inmemorial, creada para nosotros. Qué ternura en la pisada, en la mirada, en las sílabas. No queremos más que esa «flor morada y blanca», esa «cresta de pinos» esa «lluvia recia». Pero tenemos que seguir con la vanguardia, con la caballería. ¿Somos muchos o pocos? No importa, somos todos. Que se revuelque como culebra el telégrafo cortado. Sí, «andamos cerca de Baraguá».

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